martes, 23 de mayo de 2017

Teoría y Praxis de La Loca, parte 1

La loca es, ante todo, una mujer traumatizada.

No todas las mujeres están traumatizadas, en teoría.

Cada mujer que aprieta el paso al volver sola a casa de noche demuestra lo contrario.

Cada mujer que no proclama firmemente “no, no quiero” ante una circunstancia que la violenta en cuerpo y alma demuestra lo contrario.

Cada mujer que hace la “operación bikini” demuestra lo contrario.

Cada mujer que se empequeñece ante el hombre que le levanta la boz demuestra lo contrario.

Esta lista es interminable. Todas las mujeres estamos traumatizadas (algunas, más que otras; no es lo mismo ser una mujer negra y pobre en un país africano en guerra que una mujer negra con estudios universitarios en un barrio marginal de Nueva York, menos aún que una mujer blanca casada con un empresario en un barrio pijo de la misma ciudad).

Todas las mujeres, repito, estamos traumatizadas. No ser capaz de asumirlo es uno de los rasgos básicos del trauma.

Al fin y al cabo, el “Trastorno por Estrés Post-Traumático” se inventa para poder diagnosticar al veterano de guerra: el hombre blanco, previamente estable.

En primer lugar, me pregunto ¿cómo es factible que se empiece a tener en cuenta el trauma cuando es el verdugo el que sangra por dentro? ¿Qué tipo de mundo decide pasar por alto el trauma colectivo y centenario de habitar una tierra usurpada (“conquistada”), un cuerpo esclavizado o explotado?

Un mundo de potencias imperialistas dirigidas por hombres blancos que generan guerras en países ajenos en búsqueda de la acumulación de capital.

Pero no acaban aquí mis preguntas.

En segundo lugar ¿qué era de ese hombre blanco antes de volver de la guerra, antes de partir a la guerra? ¿Era un hombre inestable ya? Si lo era ¿se validaba su inestabilidad, canalizada en forma de agresividad, como pilar básico de la dominación patriarcal y la supremacía blanca?

Mi respuesta es sí.

Los hombres blancos no son “agresivos” porque no son “histéricos” ni “peligrosos”.

Las mujeres que hablan en el mismo tono de voz que ellos, las mujeres impulsivas, las mujeres decididas, las mujeres que no disimulan su propio dolor sí son “histéricas” y hasta no hace mucho se las lobotomizaba por ello.

Los negros, gitanos-romaníes, árabes que conducen coches como ellos (aunque probablemente más baratos), que fuman en parques como ellos (probablemente parques más sucios), que cogen vuelos como ellos (probablemente a países más pobres); sí son “peligrosos” y les esposa la policía tras hacerles bajarse del coche y les asesina de un disparo, les detiene la guardia civil y se les expulsa del país, les para un guardia de seguridad del aeropuerto y no se les permite subir al avión.

Me repito, pero lo tengo claro: la loca es una mujer traumatizada. Todas las mujeres estamos traumatizadas. El trauma empieza a definirse a través de la experiencia del hombre occidental blanco que ejerce a su vez violencias traumáticas para las mujeres y personas racializadas del mundo. Las conductas de este mismo hombre occidental blanco no se patologizan ni se condenan, ni le llevan a la muerte o a la deportación o a la usurpación de sus derechos, como sí les sucede a las mujeres y a las personas racializadas (y especialmente, a las mujeres racializadas).

Sin embargo, si todas las mujeres estamos traumatizadas ¿por qué las locas solo somos unas cuantas (porque “loca” se es, no se “está”)?

Obviamente, no todas las mujeres vivimos la misma experiencia ni sufrimos de forma igual de sangrienta los ataques más o menos directos, más o menos sutiles del patriarcado. Pero esa es tan sólo una aclaración.

El motivo principal por el que, aun estando todas las mujeres traumatizadas, no todas son locas (porque loca se es como se es, por ejemplo, lesbiana; “loca” es una identidad impuesta y reapropiada) es que no todas las mujeres reaccionamos igual al trauma. Algunas callan, otras lloran durante días sin poder levantarse de la cama. Algunas callan, otras escuchan voces y ven manchas borrosas. Algunas callan, otras creen ser perseguidas u odiadas por su entorno. Algunas callan, otras hiperventilan y pierden el contacto con la realidad. Algunas callan, otras se auto-lesionan físicamente y se drogan. Algunas callan, otras se provocan el vómito después de atiborrarse a comida, cuando no ayunan.

Otra lista interminable. Porque las locas somos muy diferentes entre nosotras y reaccionamos al trauma de formas igual de diferentes, pero hay un factor común: nuestras reacciones son formas de resistencia. Y si entre las cuerdas también existen múltiples diferencias (no es lo mismo una mujer empeñada en que la vida le sonríe cuando esta no lo hace que una mujer que sufre pero cuyo sufrimiento nunca será patologizado porque se la necesita como eslabón supuestamente “sano” de la cadena de montaje de una fábrica, porque por ser negra se la identifica con el estereotipo de “mujer fuerte” y se le prohíbe así el acceso a la fragilidad de la llamada “enfermedad mental”); existe igualmente un factor común: su no-reacción es una forma de privilegio.

¿Qué coño quiere decir que reaccionar al trauma es una forma de resistencia? ¿No es, acaso, lo natural? ¿No es, en todo caso, supervivencia o auto-destrucción dependiendo de cómo lo mires y de quién se lo pregunte?

Para mí, reaccionar al trauma es en efecto una forma de resistencia porque reaccionar al trauma, sea de la forma que sea, implica señalar consciente o inconscientemente al mismo mundo que te ha traumatizado. Y recalco el “consciente o inconscientemente” porque esto no quiere decir que las únicas locas seamos las que nos reapropiamos de esta etiqueta política, las que nos hemos dado cuenta de que es el mundo en el que vivimos el que está verdaderamente “enfermo”.

Lo recalco porque lo que quiero decir no es eso, sino que nos demos cuenta o no, nuestros cerebros chillan por nosotras que algo no va bien. Y nuestros cerebros son órganos plásticos que reaccionan al mundo que habitan los cuerpos que los albergan. Nuestros cuerpos. Nuestro mundo de mierda.

Por eso, la locura es siempre para mí una forma de resistencia, quizás una de las formas de resistencia más valientes y peligrosas que conozco. A las locas nos atan e inmovilizan a la fuerza, aislándonos durante horas en habitaciones solitarias. A las locas nos drogan sin informarnos debidamente de los efectos secundarios y la contribución a la cronificación del sufrimiento de la “medicación” que nos recetan. A las locas nos arrebatan a los bebés en los hospitales alegando que no seremos buenas madres, si es que no nos han disuadido ya de serlo ante el convencimiento de que el peligrosísimo “gen” de la “enfermedad mental” lo heredarán nuestras pobres criaturas condenadas ya antes de nacer. A las locas, especialmente si somos racializadas y sobre todo en el caso de que seamos negras, la misma policía a la que nuestro entorno más cercano recurre para ayudarnos nos asesina de un disparo ante cualquiera de las llamadas “crisis” que podamos estar “sufriendo”.

Pero, tras escribir esto, seguía sin tener del todo claro qué diferencia a una mujer cuerda cualquiera de una mujer loca cualquiera. Ha sido al recordar la definición de “persona trans” que me han dado compañeras trans (esta es: aquella que sufre transfobia, y recordemos, la opresión no es solo que te maten o que te nieguen un puesto de trabajo; es también el auto-odio aprendido de una sociedad que te odia en sí misma aunque no siempre te lo demuestre explícitamente…). Ha sido entonces cuando me he dado cuenta de ser o no ser loca no depende de tu reacción más o menos patológica a un mundo que te traumatiza, del tipo de reacción (neurótica o psicótica, ansiosa o depresiva, alucinativa o delirante; y mil términos más para los que me faltan comillas porque no son sino constructos sociales elaborados principalmente por hombres blancos occidentales, cuerdos, para patologizar una respuesta natural por parte de las oprimidas al susodicho mundo de mierda que habitamos).

Y es que ser o no ser loca depende de estar sujeta o no a sufrir abusos de poder por parte de aquellas y, principalmente, aquellos que no lo son. Depende ya meramente de que exista una jerarquía, un poder acaparado por aquellos que pueden permitirse maltratarte si así lo desean y así les conviene.

La loca no lo es por su diagnóstico ni por su vivencia, por peligroso aunque informativo que sea el primero y crucial que sea la segunda, lo es por la violencia estructural que algunos (y, a veces, algunas) ejercen sobre ella de forma directa o indirecta.

Digo “de forma directa o indirecta” porque anteriormente he enumerado unos cuantos ejemplos de los tipos de violencia más visceral que se perpetúa contra nosotras como locas que somos. Y me he dejado otros, como los comentarios sin ninguna mala intención pero que se acumulan uno detrás de otro (eso que muchos llaman “estigma”, palabra que me chirría por simplificar todas las violencias ya mencionadas y reducirlas a actitudes individuales y discriminaciones laborales) y te llevan a ocultar tu diagnóstico o tomarte la medicación a escondidas en el baño del bar en una cita. Como las presiones sociales para estudiar y trabajar cuando tu cuerpo loco, tu mente loca se ve incapacitada por la sociedad para hacerlo en unos ambientes que no se adaptan a sus necesidades y sus tiempos, tus necesidades y tus tiempos. Y un largo etcétera.

Para concluir, ¿por qué hablo de la loca, y no porque utilice todo el rato el femenino genérico, sino porque hablo en efecto de la mujer loca?

Hablo de la mujer loca porque, si la locura es política, está intrínsecamente ligada a la condición de mujer. Porque el hombre (especialmente el hombre blanco occidental) traumatizado por el sistema que se resiste a este y se “vuelve loco” no ve su realidad patologizada con la misma rapidez y eficacia con la que se patologiza la existencia de la loca, y es así cuando su agresividad se consiente e incluso potencia y retroalimenta; porque podemos ser testigos de como su trauma se ve validado cuando, ante los mismos “síntomas”, al loco se le diagnostica TEPT (Trastorno por Estrés Post-Traumático) y a la loca, TLP (trastorno límite de la personalidad).

Pero hablo de la mujer loca antes que del loco en general o del hombre loco en particular, sobre todo, porque si (como ya he dicho antes) es el mundo el que está “enfermo” es la mujer la que limpia el vómito. Es la mujer la que acaba en carne viva de tanto cargar a su espalda con este reloj maldito cuyos engranajes se le clavan en la piel y le rompen los huesos a más de la mitad de la humanidad.

En definitiva, si la locura es política y es radical, si la locura es resistencia, la mujer loca lo es todavía más y de una forma mucho más visceral.