lunes, 4 de enero de 2016

Homofobia y heteronorma

Vivimos en un mundo que poco a poco va progresando en su tratamiento del colectivo homosexual, no tanto del colectivo arco iris por entero. Pero algo es algo y, desde luego, son numerosos los países en que lo ilegal es perseguirnos por nuestra orientación sexual y no los besos que nos demos en público.
No voy a dilucidar las causas de este innegable progreso, porque ni soy capaz de cubrirlas en su totalidad ni es la temática que he elegido para este artículo. Las más optimistas diremos que debemos estas victorias al Frente por la Liberación Gay de los últimos decenios del siglo pasado; pero ni siquiera nosotras podemos negar que hay también un marcado interés de los empresarios en cotizar gracias al turista gay, al comprador gay, al hombre gay cisgénero (antónimo de trans) blanco, capacitado, occidental y burgués.

Por eso, no debemos dejar que este progreso nos ciegue y olvidarnos de las lesbianas, bisexuales, intersexuales y trans. De las identidades que ni siquiera son todavía reconocidas públicamente, de los géneros e identidades queer. No debemos tragarnos el cuento que nos vende Occidente de unos países más avanzados que otros en materia de derechos humanos cuando fueron nuestros antepasados los colonos los que impusieron una norma en blanco y negro a culturas indígenas que no solo toleraban, sino veneraban todos los tonos del arco iris. A base de sangre, fuego y religión.
Pero sobre todo, y de esto hablaré ahora, no debemos confundir luchar contra la homofobia con desmantelar la heteronorma.

La homofobia es un ataque, directo o indirecto, a una persona o personas por salirse del rol heterosexual (chicos follan con chicas, chicas se enamoran de chicos).

La heteronorma es, sin embargo, ese sistema del que la homofobia es sólo la manifestación visible: la punta del iceberg.

La heteronorma es una de las herramientas patriarcales y capitalistas: para asegurar la unión marital entre el hombre dominante y la mujer sometida y la organización social en familias que se transmiten la herencia de padres a hijos, deben erradicarse otras posibilidades. Así, la heteronorma no afecta solo a los homosexuales (como sí lo hace la homofobia), sino que es también complemento de la bifobia (la discriminación hacia las personas bisexuales por ser capaces de sentir atracción hacia más de un género), el machismo (perpetúa los roles de género de hombre masculino y mujer femenina) y la transfobia (por eso, no se visualiza en el imaginario colectivo a una persona trans que además no sea heterosexual: si eres un “chico que quiere ser chica” lo lógico es que al menos te gusten los chicos, se proyecta como aberración la posibilidad de ser una mujer trans lesbiana).
La heteronorma es ese sistema patriarcal que impone la heterosexualidad obligatoria y la homofobia es su herramienta de ataque cuando el sistema se ve amenazado. Por eso, no te hace falta sufrir homofobia directa para crecer traumatizada por ser una niña arco iris.

Y es que la heteronorma va más allá de un padre que expulsa a su hija de casa por ser lesbiana; la heteronorma es el sistema que no prepara a los padres para tener una hija lesbiana en primer lugar.

La heteronorma va más allá de un alumno que sufre acoso escolar por ser gay; la heteronorma es el sistema que educa a las niñas para ser heterosexuales, llevándolas a la confusión (en el mejor de los escenarios) y el auto-odio (en el peor) cuando descubren que no lo son.

Homofobia es que te llamen “maricón”; heteronorma es preguntarle siempre a tu sobrina si ya tiene novio pero nunca si tiene novia.

Homofobia es que te ataquen por ir de la mano de tu pareja en público; heteronorma es que nunca o casi nunca aparezcan parejas como la tuya en las listas de estrenos de películas románticas en el cine.

Homofobia es el peligro que supone salir del armario; heteronorma es que ese armario exista en primer lugar, que, como dice Denise Frohman en uno de sus poemas, el salón no sea ya un espacio compartido y las personas arco iris tengamos que sentirnos como invitadas en nuestras propias casas.

Así, es imposible eliminar la homofobia sin desmontar también la heteronorma; y, aunque lo lográramos, nos estaríamos quedando cortas.

Por eso, los gobiernos que están dispuestos a legalizar el matrimonio igualitario, atraer turismo gay y celebrar el Orgullo no lo están tanto a establecer planes de educación pro-arco iris en los colegios e institutos, incluso en las guarderías. No es lo mismo tolerar nuestra existencia que educar a las niñas para que aprendan a celebrarse a sí mismas en su diversidad y unicidad.
Pero no podemos rendirnos. La prima lesbiana de mi madre está casada con otra mujer pero el 50% de estudiantes como yo sufren acoso escolar por ser cómo son; no podemos quedarnos en el umbral de la puerta, tenemos que recuperar la casa que siempre fue nuestra.
No podemos conformarnos con pintar de color de rosa un sistema que sigue siendo asesino por definición, con bailarle el agua al patriarcado al atacar “sólo” a los gais con pluma, las lesbianas camioneras, los “travelos” antes que trans y los “viciosos” bisexuales.

No podemos conformarnos con cortarle las uñas a la homofobia, hay que matar a la bestia de la heteronorma.

Y para eso tenemos que cambiar nuestro lenguaje, nuestras costumbres, nuestras concepciones del amor, la igualdad y la diferencia. Tenemos que exigir leyes de protección y concienciación. Tenemos que exigir un Orgullo crítico y combativo en vez de este, que no es más que una mera celebración en que nos regodeamos en las victorias del pasado. 

Tenemos que recuperar el espíritu del Frente de Liberación Gay, porque, queridas, nuestras antepasadas no lucharon ni murieron para esto.

Porque, como cantábamos mis compañeras y yo en el Orgullo de Valencia de este año, “el matrimonio solo es el comienzo, respeto en las calles, las casas y el colegio”.


Y como decía nuestra pancarta, “no nos conformaremos con el matrimonio, queremos la liberación”.